viernes, 28 de septiembre de 2012

A propósito de la escritura: ¿Para qué sirve un libro sin imágenes ni diálogos en un mundo sin color?



Por Maria Fernanda Gallego, Grado Décimo, Gimnasio Iragua.


Desde un comienzo un libro nunca me llamo la atención, su portada, y sus páginas de infinitas letras me llenaban la cabeza de aburrimiento y la verdad, de un desprecio total hacia ellos. Con el paso de los años encontré un gusto definitivo, escribir. Escribir me permitía conocerme a mí misma, y opinar sobre diversos temas  y fue ahí cuando pensé ¿por qué no escribir para mí?¿ por qué no escribir mis pensamientos e ideas a gran escala del cuento ideal y poder leerlos después y así, si poder sentir un verdadero placer al abrir las páginas de un libro?.
Preparada con mi nueva meta de escribir para mí, me senté en una mesa con lápiz y papel a la mano, trate de escribir la primera letra de mi gran escrito cuando me di cuenta de que nada podía escribir.  Me sentí frustrada, triste, decepcionada… no sabía nada, todo eran temas populares, todo era opinión, cosas que ya sabía y que si leía ya iba a saber el final. Mi idea había fracasado.
Me di cuenta de que no podía escribir, porque no había visto cómo lo hacían otros, me había cerrado a un maravilloso mundo de ideas locas, de expresiones extrañas, de amores eternos, de terror, de historia  y muchísimas cosas más. Estaba viviendo en un mundo vacío, sin ideas, superficial, simplemente por miedo a perder mi tiempo en la lectura y que al final no dijera nada, miedo a esos libros “gorditos” sin ilustraciones y los títulos poco llamativos. Después de eso se me ocurrió empezar a leer un libro, de esos que me daba pereza hasta voltear a mirar. Fue todo un sacrificio, pero mi pasión, escribir, me lo ordenaba. Empecé a leer el libro con un título de palabras vacías que juzgando a la vista no parecía lo suficiente para satisfacer mis ideales y duras criticas. La primera página era un poco confusa, presentando personajes y lugares, pero empecé a leer cada vez más y así me fui enganchando al libro, no podía dejar de leer, sentía la necesidad, la angustia de saber lo que iba a pasar después. Estuve sentada horas y horas hasta que mis ojos me pidieron un descanso, era como tener una película en mi cabeza, era definitivamente una nueva experiencia para mí.
Fue ahí Cuando me di cuenta de la magia de los libros, esa emoción y necesidad de acabar el libro era incomparable con alguna otra sensación. Cuando lo terminé sabía un poco más, ya no sabía qué hacer, debía ocuparme otra vez. “Un entretenimiento propio y único” fue entonces  que fui leyendo cada vez más, me fui enriqueciendo de cosas sobre las que podía escribir, me fui entrenando en nuevas formas de escribir, de cómo debía ser un escrito, y de cómo ordenar mis ideas. Pero lo más importante es que descubrí que no todo lo bueno estaba en mi, descubrí que necesito de muchas ideas y opiniones, que no tiene gracia escribir de mí para mí porque no tendría esa magia de encontrarse con un maravilloso final.  Escribir necesita de la lectura puesto que esta nos enriquece  para que nosotros después podamos expresar nuestras locas ideas y darle color a un mundo que desde el comienzo fue pintado en blanco y negro. 

jueves, 20 de septiembre de 2012

Encadenados


Ciencias y letras buscan la verdad. Ni la una ni la otra terminan por encontrarla. Están encadenadas. En la imagen aparecen Habermas (representante de las letras) y Hawkins (representante de las ciencias). Una imagen es la media vuelta de la otra, pues la ciencia está encadenada si y sólo si la filosofía lo está. 

martes, 18 de septiembre de 2012

El equilibrio entre ciencias y letras (Vídeo)




Natalia Marín y Camila Escobar hacen una breve reflexión audiovisual sobre las ciencias y las letras.

Este post participa en la I Edición del Carnaval de Humanidades

viernes, 7 de septiembre de 2012

La ciencia de las ciencias


“Es indigno del hombre no buscar una ciencia a la que pueda aspirar” 
(Aristóteles, Metafísica, 1, 2).

Basta una breve mirada a la historia de la filosofía para darse cuenta de que los grandes filósofos, en su mayoría, han sido también grandes conocedores de las ciencias, desde la biología hasta las matemáticas. Es también bien conocida la inscripción que presidía la Academia de Platón: “No entre aquí el que no sepa geometría”. Al verdadero sabio nada humano le es ajeno. Las ciencias y las letras están presentes en el camino de la sabiduría, la búsqueda de la verdad y el conocimiento propio, que son tres cosas casi sinónimas.
Aquí, sin embargo, no quiero hablar únicamente de la unidad del saber y, por tanto, la artificialidad de la división entre ciencias y letras, ya que, en definitiva, las letras, o al menos la filosofía, también tiene un carácter científico. Si entendemos ciencia en un sentido amplio, de raigambre aristotélica —conocimiento cierto por causas—, la filosofía se  presenta como la ciencia por excelencia. El mismo Aristóteles, que era un gran conocer de las ciencias biológicas, lo dice al comienzo del cuarto libro de la Metafísica: “hay una ciencia que estudia el ser, en tanto que algo que es y los atributos que, por sí mismo, le pertenecen. Y esta ciencia no se identifica con ninguna de las que llamamos particulares, pues ninguna de las otras especula en general acerca del ser en cuanto ser, sino que, habiendo separado alguna parte de él, consideran los accidentes de ésta; por ejemplo, las ciencias matemáticas”. Así pues, a diferencia de las ciencias particulares, la filosofía es una ciencia universal y, por tanto, la que posee el título de ciencia por derecho propio, como el analogado principal.
Hablar del carácter científico de la Filosofía puede resultar confuso para el cientificismo imperante de nuestra época, en el que se le niega a la filosofía toda legitimidad para hablar de verdades y certezas (que, por cierto, son dos cosas bien distintas). Y, claramente, tampoco supone un desprecio de las ciencias a favor de la filosofía, como si el saber filosófico pudiese prescindir por completo de los saberes particulares. Sin embargo, hay una jerarquía que no es posible obviar. La filosofía es la madre de las ciencias y todas están a ella subordinadas (por algo se dirá “PhD”, doctor en filosofía, a todo aquel que alcance el máximo grado académico). Al conocer partimos de los más particular, pero no nos quedamos allí. El ser humano puede ascender hacia lo más universal, el conocimiento del ser, que es lo que comparten todos los entes, ya sean estudiados por las “ciencias” o por las “letras”. Todo lo que conocemos, sencillamente, es. Nuestro conocimiento no puede versar sobre la nada, pues la nada ni siquiera la podemos pensar. Hay quienes piensan en la nada como una luz blanca cegadora o como una oscuridad muy profunda, pero es claro que la luz es algo, así como la oscuridad también lo es, así sea en un sentido privativo. Pero la nada no es privación. De la nada sólo se puede decir que no es, en un sentido absoluto. Siempre que expresamos la acción de pensar, debemos añadir alguna preposición: se piensa sobre equis cosa, se piensa en zeta; si conocemos, conocemos algo que es. Y eso que todos los saberes comparten, a saber, el ser, es aquello de lo que se ocupa la filosofía, la ciencia de las ciencias.
De modo que la ciencia actual ha reducido sus miras cuando pretende desterrar de su campo de visión toda referencia a los fundamentos, principios, causas últimas, naturaleza, modo de ser, acto y potencia, por decir sólo algunas nociones esenciales. Es admirable el empeño de los científicos por conocer la realidad y por hacer divulgativo sus conocimientos, en un lenguaje a todos inteligible. Carl Sagan, por ejemplo, era un gran astrofísico —con todo el conocimiento técnico y complejo que eso implica— y aún así supo entusiasmar a miles de personas con el universo, la exploración espacial, lo que aún nos resulta desconocido. Y por eso hemos de estarle agradecidos. Lo que a veces se olvida es que cuando un científico hace reflexiones acerca de su propio quehacer —ahora pienso en Einstein, por ejemplo—, no lo hace en cuanto científico sino en cuanto filósofo. Por eso cuando un amigo cientificista acomete contra la metafísica y la filosofía, queda atrapado en la contradicción de estar matando la filosofía haciendo uso de la filosofía misma. O como diría Gilson: “La filosofía entierra siempre a sus enterradores”. No es científico —en el sentido limitado de ciencia que se tiene actualmente— hablar de la filosofía (y, por extensión, de Dios, el alma, etc.), aunque sea para ir en contra de ella. Si la ciencia ha pactado con quedarse en la particularidad de lo real, no puede levantar la cabeza sobre ello y hacer juicios universales. Se pierde de lo más interesante y tendría que guardar mucho más silencio del que guarda para ser coherente consigo misma. Esto, por supuesto, no me parece deseable. La ciencia debe hablar, divulgarse, pero esto exige apertura hacia toda la realidad, que no se acaba en esto o aquello que podemos medir y experimentar, porque la realidad es tan rica que no podemos abarcarla con nuestros propios esquemas.
El camino del conocimiento debería ampliarse. Es preciso empezar por lo particular, por la reflexión en torno a todo aquello que forma parte de mi vida y que me produce admiración. Sorprenderse ante una noche estrellada o ante ese “pale blue dot” que se ve en una fotografía, es el primer paso, necesario e imprescindible, para admirarse ante la realidad toda y preguntarse por ella hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta llegar a la filosofía, donde uno se lo juega todo, donde las más altas capacidades intelectuales del ser humano han de ponerse en marcha. La filosofía no es un juego de niños o una ingenuidad, como algunos piensan. Es allí donde se encuentra la misma justificación de las ciencias, donde se puede apreciar la unidad que subyace en la multiplicidad de este mundo tan rico en perspectivas, belleza, racionalidad. La filosofía necesita de científicos abiertos a un conocimiento más profundo de la realidad, pero, sobre todo, la ciencia necesita de la filosofía para que su conocimiento alcance toda la universalidad y hondura que pretende. Quizá, entonces, también se abran nuevas perspectivas acerca del ser humano, tan apasionantes como la robótica. Aunque esto, lo reconozco, lo digo con cierta ironía, porque un robot, por muy estupendo, se agota en lo computable, en su materialidad, mientras que el hombre, ¡ah!, es un misterio. Abrirse al misterio. Esa es otra cuestión interesante: El misterio, que no es una barrera infranqueable, sino más bien aquello que encierra tanto dentro de sí, que nunca puede ser agotado con nuestras limitadas mentes. Pero, como diría Ununcuadio —una científica que sabe lo suficientemente de letras como para poder decirlo con la voz de Michael Ende—: esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.


Este post participa en la I Edición de Carnaval Humanidades.